La palabra club sugiere un lugar exclusivo, uno de esos reductos elitistas solo accesibles para privilegiados. Y en cierta manera, los cinco residentes de la humilde casa situada en la costa chilena (cuatro hombres y una mujer) se distinguen del resto porque los secretos que comparten los han convertido en una suerte de familia postiza que convive en un coto cerrado, siempre a una distancia prudencial del mundo que los rodea. Aunque al principio todavía no sepamos quiénes son, por qué están allí ni qué los une, la cita bíblica con que se abre la película («y vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas»), ya anticipa, con toda la ironía del mundo, que la batalla que se librará ahí dentro tendrá que ver con los límites entre el bien y el mal.
A las palabras del Génesis se suma la rutina cotidiana de los habitantes de la casa, una especie de calma chicha mostrada a través de tonalidades grisáceas que funden el color plomizo del paisaje costero con la condición interior de los cinco personajes. La fotografía de Sergio Armstrong, con sus escenas desenfocadas y pretendidamente amateurs, se encarga de poner en imágenes la perturbación (terriblemente humana, por otra parte) que se adivina tras cada gesto, tras cada palabra, tras cada justificación más o menos absurda. Por su parte, la música de Carlos Cabezas tiene resonancias de thriller y de película de terror, lo cual nos indica que estamos ante un misterio que se resolverá de forma incierta. Y qué duda cabe: nos encontramos ante una historia de terror donde la putrefacción moral se impone por momentos.
Pronto se inmiscuirán en esta inquietante placidez dos elementos externos: uno de ellos (Sandokán) es la voz herida del pasado que vuelve con el ímpetu de un bumerán para proclamar a gritos su denuncia. El otro (el padre García) es el reformador que, desde la misma institución eclesiástica, pretende airear las muchas zonas oscuras de la Iglesia; o lo que es lo mismo, enfrentar a los personajes - ahora ya lo sabemos: cuatro sacerdotes y una monja- con sus culpas y, a la vez, privarlos de la protección que esa casa aislada, mitad centro vacacional, mitad cárcel, les ha brindado durante varios años. Las dos visitas inesperadas serán el punto de inflexión a partir del que resurgirá el temor a la condena social, más que a la divina. No obstante, será preciso guardar las formas, purgar las culpas invocando al cordero de Dios y seguir el ritual del lavado de pies como expresión de humildad y purificación.
Hasta entonces, la noción de pecado había permanecido oculta. Era poco más que una entelequia que no afectaba al devenir diario de los personajes, ocupados en trivialidades varias y con una única concesión al ocio: el entrenamiento de un galgo cuya participación en las competiciones locales observaban desde la distancia (como todo lo demás) a través de unos prismáticos. Siempre amparados por un silencio cómplice, la irrupción de las dos figuras ajenas a su microcosmos supondrá una fractura que afectará a cada uno de ellos, al tiempo que pondrá de manifiesto las fisuras internas de la institución y también su enorme poder.
La primera escena de la película constituye una gran metáfora del papel de la Iglesia a la hora de resolver sus conflictos con una sociedad civil a la que, después de todo, no resulta tan difícil engañar. Igual que el perro con el que juega el sacerdote al borde de la playa para comprobar sus reflejos, también las personas son susceptibles de ver manipulada su percepción de la realidad. Solo hay que aplicar los estímulos correspondientes y condicionar la respuesta prevista para que todos seamos susceptibles de convertirnos en perros de Pavlov. Por supuesto, en este intento de borrar huellas incriminatorias, se ocasionarán daños colaterales que, como suele ocurrir, sufrirá el eslabón más débil de la cadena. Habrá, incluso, alguna víctima sacrificial. Pero ¿qué importa el mal menor si con él se salvan los muebles de tan vetusta institución? Ante la amenaza externa, las facciones se diluirán, y tanto el bando conservador como el renovador aunarán fuerzas en aras del bien común.
Si antes del Edicto de Milán los cristianos no revelaban su fe a riesgo de ser perseguidos y ejecutados, posteriormente, las elites de la institución han ido desplazando la función primigenia del secretismo y lo han usado para encubrir cuanto trapo sucio haga tambalear sus cimientos. Unos cimientos sobre los que -dicen- se colocó aquella primera piedra de un edificio contra el que las puertas del Hades no iban a prevalecer.
FICHA DE LA PELÍCULA:
Título original: El Club
Año: 2015
País: Chile
Dirección: Pablo Larraín
Guion: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos, Pablo Larraín
Música: Carlos Cabezas
Fotografía: Sergio Armstrong
Reparto: Roberto Farías, Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell, Marcelo Alonso
Productora: Fábula
Sin duda, pinta muy bien. La idea de enfrentar estos personajes fuera de su contexto natural, de las paredes y los secretos que los protegen, para dejarlos a la intemperie, que es el lugar natural de los mortales, resulta muy atractiva. ¿A quién no le apetece saber qué se esconde bajo los hábitos?
ResponderEliminarMe aventuro a pronosticar que te gustará, Enric. Dudo que me equivoque (ja en parlarem).
EliminarAtractiva se me hace por las escenas "amateur" que comentas. Gran reseña. Siempre agradecida.
ResponderEliminarAgradecida a usted, siempre (si vas a verla, ya me dirás qué tal).
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