El 7 de febrero, en el cine Zumzeig de Barcelona, se proyectó el documental Antología de Taillet, de JG Guerra, seguido de un cine-fórum a cargo de Juan Manuel Ferrer y con la presencia del director y la productora del documental. La película se volverá a pasar el próximo jueves 16 de febrero a las 19h., y pese a que aun no está disponible, más adelante se podrá ver también través de la plataforma PLAT.
Antología de Taillet es, entre otras muchas cosas, una película sobre el silencio. Paradojicamente, Matilde, una de sus protagonistas, es capaz de manejarse —aunque de forma un tanto rudimentaria— en tres idiomas: catalán, castellano y francés. No obstante, la relación con su hijo Francisco se basa en silencios y miradas, en complicidades, medias palabras y sobreentendidos. Francisco, que vive con ella en la casa familiar de ese pueblo del Pirineo llamado Taillet, tiene, además, un defecto en el habla a consecuencia de una enfermedad sufrida de niño, lo cual también redunda en esta parquedad verbal a la que me refiero. Cierto es que madre e hijo hablan ante la cámara respondiendo a las preguntas del realizador, pero su elocuencia reside, fundamentalmente, en los gestos, en lo que solo dejan entrever y no acaban de revelar, en la expresividad de las manos de Matilde y en las esculturas que talla Francisco.
Como apuntó Juan Manuel Ferrer en el coloquio posterior a la proyección, y así lo reconoció el propio JG Guerra, el punto de vista del director —que plasma la historia de parte de su familia— está presente en la narración. Y no puede ser de otra manera, pues por más extradiegético que quiera ser un narrador, la objetividad absoluta es imposible. Cada plano, cada enfoque, cada inserto indica una voluntad de intervenir en el relato para resaltar un determinado aspecto, fijar la atención en un paisaje o conferirle una tonalidad poética a una escena concreta. Así, una ventana que se abre de forma repentina y violenta sirve de transición entre dos escenas: intimista una, social la otra. La ventana que se abre abruptamente es el símbolo del ímpetu con que los visitantes toman el pueblo para hacer turismo cultural, algo que contrasta vivamente con la cotidiana sencillez de Matilde y Francisco. Y, de paso, intuimos que el tiempo, la necesidad y las costumbres han hecho mella en la fisonomía y en la actividad de Taillet, como en la de tantos otros pueblos cuyo interés se reduce ahora a un pintoresquismo de postal.
En Taillet parece que se haya detenido la vida. Los días se suceden con calma y casi sin novedades. Lo único que corta ese ritmo sosegado —largo y lento, como diría Miguel Hernández— son las visitas que reciben madre e hijo de vez en cuando y que los conectan con un presente que les es ajeno. Para ellos, la vida es el pasado: los refugiados españoles de la guerra civil que iban llegando a Taillet y los muertos, sus muertos, que ya son más numerosos que los vivos. La vida se manifiesta en el huerto que cuida Matilde a diario, en las plantas que crecen y de las que ellos se proveen. Percibimos el tiempo dilatado en la imagen de los dos, uno al lado del otro, leyendo sendos periodicos; en la indolencia de perros y gatos dormitando en las calles; en esa pera que cae del árbol y en cuyo estatismo se recrea la cámara durante unos instantes, en claro homenaje a Kiarostami y a Erice.
Sin embargo, es la idea de la muerte la que predomina en el documental.
Dan fe de ello las constantes alusiones al cementerio, la visión de las lápidas, el persistente recuento de todos los que se han ido y la resignación ante lo inexorable. Mirar a la parca cara a cara y aceptar que enfrentarse a ella es ineludible no admite paliativos, por lo que disiento de alguna opinión vertida durante el cine-fórum acerca de la tristeza que desprenden los personajes. Lo que me han transmitido a mí, más que tristeza, es una sabiduría ancestral, la de quien adopta una actitud de conformación ante lo inevitable, porque luchar contra aquello que forma parte del ciclo vital es empeñó inútil. Matilde y Francisco saben que la línea que separa la vida y la muerte es frágil, y como reflejo de dicha fragilidad, los dos contemplan, embebidos frente al televisor, el espectáculo taurino y la cruenta batalla que se libra en el ruedo.
Vida y muerte son, pues, indisociables. Cuando Matilde riega las plantas que decoran las lápidas, de alguna manera está devolviendo a sus familiares a la vida, y, al mismo tiempo, está generando vida vegetal. Francisco, por su parte, llena el lugar de máscaras de madera que talla él mismo y que se revelan como representaciones mortuorias, presencias inanimadas que rememoran con sus muecas a los que en su día poblaron Taillet.
No se trata únicamente de rendir un culto atávico a los ausentes, sino también de dejar huella de uno mismo, ya sea a través de las fotografias que abarrotan la casa, de las acciones cotidianas o del arte como prolongación de la propia esencia. A fin de cuentas, los vivos y los muertos siguen presentes en la misma tierra que los alberga a ambos. A un lado, Venus, la diosa madre, y Ceres, la diosa tierra; al otro, Plutón, el dios de la muerte. Y en el medio, la vida humana, trasunto del títere que siempre pende de un hilo, como ese Pinocho con el que juguetea Francisco.
No hay comentarios:
Los comentarios nuevos no están permitidos.