18 de noviembre de 2015

El club (Pablo Larraín, 2015)


La palabra club sugiere un lugar exclusivo, uno de esos reductos elitistas solo accesibles para  privilegiados. Y en cierta manera, los cinco residentes de la humilde casa situada en la costa chilena (cuatro hombres y una mujer) se distinguen del resto porque los secretos que comparten los han convertido en una suerte de familia postiza que convive en un coto cerrado, siempre a una distancia prudencial del mundo que los rodea. Aunque al principio todavía no sepamos quiénes son, por qué están allí ni qué los une, la cita bíblica con que se abre la película («y vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas»), ya anticipa, con toda la ironía del mundo, que la batalla que se librará ahí dentro tendrá que ver con los límites entre el bien y el mal.

A las palabras del Génesis se suma la rutina cotidiana de los habitantes de la casa, una especie de calma chicha mostrada a través de tonalidades grisáceas que funden el color plomizo del paisaje costero con la condición interior de los cinco personajes. La fotografía de Sergio Armstrong, con sus escenas desenfocadas y pretendidamente amateurs, se encarga de poner en imágenes la perturbación (terriblemente humana, por otra parte) que se adivina tras cada gesto, tras cada palabra, tras cada justificación más o menos absurda. Por su parte, la música de Carlos Cabezas tiene resonancias de thriller y de película de terror, lo cual nos indica que estamos ante un misterio que se resolverá de forma incierta. Y qué duda cabe: nos encontramos ante una historia de terror donde la putrefacción moral se impone por momentos.


Pronto se inmiscuirán en esta inquietante placidez dos elementos externos: uno de ellos (Sandokán) es la voz herida del pasado que vuelve con el ímpetu de un bumerán para proclamar a gritos su denuncia. El otro (el padre García) es el reformador que, desde la misma institución eclesiástica, pretende airear las muchas zonas oscuras de la Iglesia; o lo que es lo mismo, enfrentar a los personajes - ahora ya lo sabemos: cuatro sacerdotes y una monja- con sus culpas y, a la vez, privarlos de la protección que esa casa aislada, mitad centro vacacional, mitad cárcel, les ha brindado durante varios años. Las dos visitas inesperadas serán el punto de inflexión a partir del que resurgirá el temor a la condena social, más que a la divina. No obstante, será preciso guardar las formas, purgar las culpas invocando al cordero de Dios y seguir el ritual del lavado de pies como expresión de humildad y purificación.
 

Hasta entonces, la noción de pecado había permanecido oculta. Era poco más que una entelequia que no afectaba al devenir diario de los personajes, ocupados en trivialidades varias y con una única concesión al ocio: el entrenamiento de un galgo cuya participación en las competiciones locales observaban desde la distancia (como todo lo demás) a través de unos prismáticos. Siempre amparados por un silencio cómplice, la irrupción de las dos figuras ajenas a su microcosmos supondrá una fractura que afectará a cada uno de ellos, al tiempo que pondrá de manifiesto las fisuras internas de la institución y también su enorme poder.

La primera escena de la película constituye una gran metáfora del papel de la Iglesia a la hora de resolver sus conflictos con una sociedad civil a la que, después de todo, no resulta tan difícil engañar. Igual que el perro con el que juega el sacerdote al borde de la playa para comprobar sus reflejos, también las personas son susceptibles de ver manipulada su percepción de la realidad. Solo hay que aplicar los estímulos correspondientes y condicionar la respuesta prevista para que todos seamos susceptibles de convertirnos en perros de Pavlov. Por supuesto, en este intento de borrar huellas incriminatorias, se ocasionarán daños colaterales que, como suele ocurrir, sufrirá el eslabón más débil de la cadena. Habrá, incluso, alguna víctima sacrificial. Pero ¿qué importa el mal menor si con él se salvan los muebles de tan vetusta institución? Ante la amenaza externa, las facciones se diluirán, y tanto el bando conservador como el renovador aunarán fuerzas en aras del bien común.

Si antes del Edicto de Milán los cristianos no revelaban su fe a riesgo de ser perseguidos y ejecutados, posteriormente, las elites de la institución han ido desplazando la función primigenia del secretismo y lo han usado para encubrir cuanto trapo sucio haga tambalear sus cimientos. Unos cimientos sobre los que -dicen- se colocó aquella primera piedra de un edificio contra el que las puertas del Hades no iban a prevalecer.



FICHA DE LA PELÍCULA:

Título original: El Club
Año: 2015
País: Chile
Dirección: Pablo Larraín
Guion: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos, Pablo Larraín
Música: Carlos Cabezas
Fotografía: Sergio Armstrong
Reparto: Roberto Farías, Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell, Marcelo Alonso
Productora: Fábula


4 de septiembre de 2015

La imagen reproducida


Andy Warhol. Gun, 1982

La vida humana no vale nada, pero tiene precio: el precio de la sinrazón y de la ambición desmedida. Un tipo de ambición que lleva consigo una absoluta falta de escrúpulos, además de la desidia y la indiferencia de quien no repara en nada que vaya más allá de ese yo y mis circunstancias tan de primer mundo.

Humano es un adjetivo curioso; en su tercera acepción, la RAE lo define como "comprensivo, sensible a los infortunios ajenos". Sin duda, una paradoja sangrante, pues solo hace falta repasar la historia de esta especie llamada humanidad -la antigua y la reciente- para darse cuenta del oxímoron. 

Sin embargo, todo reverso parece tener su anverso, y las imágenes de Aylan Kurdi, el niño sirio ahogado el 1 de septiembre de 2015 en una playa turca frecuentada por turistas, han sido el reclamo de la prensa para mostrar las consecuencias del éxodo y la actitud reticente de una Europa cada vez más ensimismada y enloquecida por salvaguardar su identidad. La vieja Europa que por un lado se autoprotege y por el otro afila sus colmillos para devorar a dentelladas al diferente, al que no es de los nuestros, al que viene a contaminar la esencia de nuestras blancas y civilizadas democracias cimentadas sobre un enorme tablero de Monopoly.

Ver la serie de fotografías del cuerpo diminuto inerte sobre la arena resulta conmovedor y también terrorífico. Los instantes captados son una sinécdoque gráfica, la parte de un todo que plasma y sintetiza una tragedia colectiva. Son imágenes que no necesitan mayor explicación porque en su contundencia llevan implícito el horror y el ninguneo que supone ser un paria. Igualmente conmovedoras fueron, en su día, las imágenes de Kim Phúc, la niña que en 1972 huía despavorida de los efectos del napalm durante la guerra de Vietnam (foto con la que su autor, Nick Ut, ganó el Pulitzer en 1973), y las de Omaira Sánchez, víctima del volcán Nevado del Ruiz en Colombia: la crónica de una agonía larga y lenta retransmitida por televisión en noviembre de 1985, sin asomo de pudor ni respeto alguno por la dignidad de la muchacha moribunda.

Sin duda, el drama padecido por los niños ejemplifica mejor que nada el dolor que causa la barbarie, sea del tipo que sea, por lo que su visión resulta doblemente impactante. Como era de esperar, ningún periódico ha renunciado a poner las fotografías del pequeño sirio en portada, y de ahí han saltado a las redes sociales, que las han reproducido hasta la saciedad.

¿Derecho a la información o derecho a la intimidad?
Un debate que no es nuevo y cuyos límites (en especial cuando el sujeto es menor de edad) pueden resultar confusos y, a veces, hasta engañosos. La repetición ad náuseam de una foto tan desoladora como la del cadáver de un niño, deja de tener sentido informativo para convertirse en mercancía morbosa. En nuestra cultura de la imagen, y pese a las buenas intenciones, el exceso consigue el efecto contrario al pretendido, de tal manera que el sufrimiento ajeno acaba transformándose en espectáculo para las masas. Con la coartada de la denuncia -absolutamente lícita y necesaria, por otra parte-, se corre el riesgo de banalizar la tragedia, al tiempo que, sin tener plena conciencia de ello, se está cosificando a la víctima.

La saturación que produce una imagen reiterada hasta el infinito, puede embotar la capacidad de raciocinio y, lo que es peor, trivializar aquello que estaba destinado a remover las conciencias. La realidad fragmentada y tantas veces repetida se desvirtúa, pierde fuerza y tiende a deshumanizar al otro para reducirlo a una mera representación icónica, a la manera de las serigrafías de Warhol. La cultura pop, con Warhol a la cabeza, puso en evidencia lo insustancial y efímero de la sociedad de consumo, para la que la novedad es el máximo valor, y todo lo que es susceptible de ser engullido por la maquinaria capitalista forma parte del mismo batiburrillo que engloba imágenes seriadas de vacas, presidentes de gobierno, armas, actores, flores, cantantes y latas de sopa Campbell. Cuando la guerra y el drama humano entran en la categoría de lo consumible, el asunto difícilmente tiene vuelta atrás.

En el caso de Aylan Kurdi, como en tantos otros, despersonalizar a la víctima equivale a despojarla de su humanidad para convertirla en una efigie. Al mostrar una y otra vez su cuerpo inmóvil con el rostro vuelto, en ocasiones sin mencionar siquiera su nombre y refiriéndose a él con un vago "el niño", se está insistiendo, tal vez de forma involuntaria, en su condición de desheredado sin derechos.

Pues bien, "el niño", además de ser una más de las 2.300 personas que se calcula que han muerto en los últimos tiempos en su intento de llegar a Europa, tenía nombre y escapaba en una barca hinchable, junto a su familia, de la ciudad kurda de Kobane, situada al norte de Siria y asediada por el Estado Islámico.

Y no, aquí nadie verá la foto del cadáver de Aylan. La única imagen de este artículo es la que lo encabeza. Una imagen que solo pretende simbolizar lo absurdo de una muerte prematura: un sinsentido a caballo entre la atrocidad humana y la reproducibilidad técnica.


8 de julio de 2015

El estreno de "El mundo sigue" (F. Fernán Gómez, 1963)




Aunque suene extraño por tratarse de una película rodada en 1963, el viernes se estrena en varios cines El mundo sigue, el trabajo más maldito de Fernán Gómez tanto en su faceta de director como en la de actor, ya que también es uno de los protagonistas junto a Milagros Leal, Lina Canalejas, Agustín González y Gemma Cuervo.

Lo cierto es que la película sí llegó a estrenarse dos años después de su filmación. Fue en el cine Buenos Aires de Bilbao, en 1965. Sin embargo, era un estreno camuflado, de los que pasan sin pena ni gloria, en uno de aquellos programas dobles de antaño reservados a lo que se consideraba cine menor o de reestreno. Luego, la película desapareció (pese a que en alguna ocasión se ha emitido por televisión) hasta que hace muy poco, Juan Estelrich, el hijo del productor del mismo nombre, la ha rescatado del olvido.

La peripecia de esta película recuerda a la de Surcos, de José Antonio Nieves Conde, que también sufrió prohibiciones, provocó las iras de la censura y fue causa de una sonadísima dimisión. En ambas se muestra la realidad social del franquismo con tanta crudeza que su planteamiento no gustó nada a las autoridades del momento. Curiosamente, y a pesar de que El mundo sigue es una adaptación de la novela homónima de J. A. de Zunzunegui (de ideas falangistas, al igual que el director de Surcos), la sordidez del Madrid que se refleja en las dos películas dio algún que otro quebradero de cabeza a sus respectivos directores. Con Surcos, el problema se amortiguó al obligar a Nieves Conde a dulcificar el final. Pero con la película de Fernán Gómez, que presentaba una temática bastante más dura, la censura se cebó, y Arias Salgado, el ministro de Información y Turismo de la época, prohibió su exhibición. Cuando la cartera ministerial pasó a manos de Fraga Iribarne, este permitió su distribución, pero no le concedió subvención alguna. De este modo, se intentaba contentar a todo el mundo: al sector más aperturista, deseoso de que el Régimen "abriera la mano", y también al sector continuista, pues al negarle cualquier ayuda económica a la película, la estaban condenando al ostracismo a través de una censura encubierta.




Y por fin, el próximo viernes 10 de julio, más de 50 años después de su realización, El mundo sigue podrá verse, con todos los honores, en estos cines de las siguientes ciudades:


A Coruña – Cantones Cines
Barcelona – Verdi
Bilbao – Multicines
Las Palmas – Monopol
León – Van Gogh
Lleida – Funàtic
Málaga – Cines Albéniz
Madrid – Verdi
Salamanca – Van Dyck
San Sebastián – Príncipe
Santiago de Compostela – Numax
Valladolid – Broadway
Vigo – Multicines Norte





8 de marzo de 2015

La feminidad: mitos y tópicos


Philippe-Auguste Salnave: Cinco mujeres


  • los hombres han nacido libres, ¿por qué todas las mujeres han nacido esclavas? [1]
  • La autoridad es algo masculino; se trata de una frase que se entiende por sí sola.[2]
  • Yo declino el honor de ser un ángel. [3]




Las tres citas precedentes, extraídas de varios ensayos sobre la mujer en la historia europea, podrían aplicarse perfectamente -salvo alguna alusión explícita al contexto histórico que las sitúa entre el siglo XVIII y el XIX- a la España del franquismo, época en que se produjo una regresión social que convirtió a las mujeres en poco menos que seres inferiores; en menores de edad que pasaban de las manos paternas a las del marido sin solución de continuidad, en un momento en que el matrimonio era el remedio más natural y mejor visto socialmente como destino femenino. La mujer, irremediablemente, quedaba supeditada al papel de ángel del hogar como si fuera una propiedad más del hombre.

Sin embargo, la misoginia no era un invento del franquismo, sino que venía de una larga tradición que se reflejaba tanto en la alta cultura como en las expresiones más populares. Desde Aristóteles a Freud, la consideración hacia la condición femenina se ha basado en la pasividad atribuida a la diferencia entre el semen masculino y la sangre menstrual femenina (es el hombre quien, a través del esperma, transforma la materia femenina en una nueva vida). No es extraño, pues, que se pensara que la mujer era un ser sin alma y que Freud hablara de envidia del pene y de histeria femenina, cuestión esta última que ya se trataba en 1486 en el Malleus maleficarum a propósito de las brujas y de las epidemias de histeria (una forma como otra de controlar y someter a la población femenina más díscola, como bien sabían los de la Inquisición). Los padres de la Iglesia ya habían culpado a la mujer de todas las miserias humanas, partiendo de la figura de Eva como principal causante del pecado original. Santo Tomás de Aquino hacía referencia a la condición femenina aludiendo a un "hombre imperfecto", mientra que Tertuliano veía a la mujer como "la puerta del diablo". Más adelante, justo en los inicios del Renacimiento, una serie de opúsculos todavía debatían sobre si las mujeres eran o no seres humanos.

Cuando algunas pensadoras medievales y protofeministas como Christine de Pisan (autora de La ciudad de las mujeres) se atrevieron a aportar un punto de vista diferente al imperante con respecto al debate en torno a los sexos (que no es cosa tan reciente como se pueda pensar a simple vista), las burlas y las respuestas encolerizadas no tardaron en aparecer. Más o menos de esta época son las diatribas que Alfonso Martínez de Toledo soltaba en Arcipreste de Talavera o Corbacho: una reprobación del amor carnal en beneficio del amor divino y una catalogación de los defectos físicos y morales que caracterizaban a las mujeres. Aunque por aquel entonces también hubo quien hizo una defensa de la condición femenina, como el barcelonés Bernat Metge en Lo Somni, siglos después, en pleno siglo XVII, autores como Molière en Les femmes savantes se mofaban de las mujeres cuya pretensión era obtener un barniz cultural que, atendiendo a los parámetros de la época, no hacía más que estorbarles.

En la España del siglo XIX empezaron a publicarse los primeros libros que versaban sobre la educación de las niñas de la pequeña burguesía (anteriormente había habido otros exclusivamente para las de la nobleza; a las que pertenecían a las clases populares, aun les quedaba un largo camino por recorrer). Pese a las reservas que provocaba el acceso de la mujer a la cultura, este fue un primer paso que, no obstante, tampoco tuvo la capacidad de corregir el analfabetismo endémico de un país en el que a mitad de siglo solo sabía leer un 14% de la población femenina. La Ley de Instrucción Pública de 1857, conocida como la Ley Moyano, permitía (es decir, toleraba pero no obligaba, como sí hacía con la población masculina) la creación de escuelas femeninas donde la instrucción podía ser "incompleta"; es decir, se aprendía lectura, pero no necesariamente escritura o cálculo. En lo que sí se insistía era en las materias "propias del sexo" relacionadas con el ámbito doméstico, los
hábitos higiénicos y las normas de cortesía, conocimientos que años después retomarían los internados para señoritas de la buena sociedad: unas chicas educadas desde pequeñas para la caza y captura de un buen partido. La mujer sabia continuaba siendo una rara avis y una imitación ridícula y desnaturalizada del natural proceder masculino.
   

Desde las primeras manifestaciones literarias occidentales, la misoginia se ha manifestado como un intento de eliminar y estigmatizar cualquier rastro de poder femenino. Hasta tal punto que el Derecho Canónico permitía el castigo físico del marido hacia la mujer, aspecto que refuerza la idea de superioridad moral al tiempo que constata que la única cosmovisión posible tenía que pasar necesariamente por el patrón masculino (en realidad, la religión funcionaba como una proyección que iba de Dios al hombre, excluyendo a la mujer por considerarla inferior desde el punto de vista biológico). 



Lilith. Canyon Cox

En un Midràs del siglo XII que glosaba el Talmud, hay una referencia a Lilith como la primera compañera de Adán (este personaje femenino responde a la adaptación de un mito de origen asirio-babilónico que derivó hacia la figura de una diablesa que atacaba a los hombres mientras dormían). Se la representa como una serpiente, diosa de la fecundidad en la cultura asiria, y que posteriormente, entre los hebraicos, adquiere connotaciones negativas. Este es el motivo por el que a Lilith se la llama "la ramera" y "la perversa": por ser la rebelde que se enfrenta, no solo al poder del macho, sino incluso al de una deidad que también presenta rasgos viriles (no en vano el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, y la creación de la mujer pasa forzosamente por el costillar del varón). Así pues, Lilith arrastra la etiqueta de seductora y maligna, de enemiga de la maternidad y de los recién nacidos, a los que ahogaba nada más asomaban por este mundo. Una imagen radicalmente opuesta a la de la madre de la humanidad encarnada por Eva y, en mayor medida, por María: virgen y madre a la vez, mito de la pureza por excelencia.  

                                                         Erich Glas. Woman And Devil, grabado de 1921
 
Eva. A. Dürer


La iconografía femenina  a lo largo de la historia ha ido fijando determinados modelos femeninos, ya sea por identificación o por rechazo, vigentes aun en el imaginario colectivo, pese al cambio de mentalidad. Hablábamos de la imagen virginal de María, figura semidivina y madre del Mesías, y de Eva, madre de la humanidad y, por tanto, generadora de pecado. Ambas, con diferente grado de perfección, ejemplifican el mito de la esposa y madre al que se contrapone el de la maldad intrínseca de Lilith, que representaría el mito de la devoradora de hombres: una femme fatale avant la lettre. En esta misma categoría también cabría englobar a la figura bíblica de la Magdalena (María de Magdala), personaje al que, a fin de no tener que considerar como uno más de los apóstoles de Jesús, se ha tildado de prostituta (aunque eso sí, arrepentida). En al menos dos textos gnósticos coptos se habla de una mujer muy cercana a Jesús de Nazaret, que algunos estudiosos han identificado con ella, aunque hay otros que no apoyan esta teoría. En cualquier caso, una proximidad incómoda para el cristianismo occidental, que no podía permitir un estatus igualitario entre los dos sexos ni podía aceptar tampoco que una mujer ocupara tan alto rango en la jerarquía cristiana. De este modo, y a pesar de ser una santa muy venerada por el Catolicismo, siempre se resalta la vida disoluta de María de Magdala antes de abrazar la fe de Cristo (propiciando, por cierto, alguna confusión identitaria con otra figura que también repite el esquema prostituta/santa: María Egipcíaca).

Y entre los dos polos opuestos: la virgen-madre por una parte y la puta por otra, se ha ido tejiendo la representación de lo femenino, presente en la cultura popular española del siglo XX en forma de coplas que no dejan demasiado margen acerca de la adscripción prototípica de la mujer a uno u otro bando. O la madre sacrificada y llena de virtudes a ojos del hijo -una sublimación de lo virginal-, o la que vende su cuerpo a cambio de dinero, refugio y protección. El amor edípico manifestado en la Glosa a la soleá (a una mare no se encuentra y a ti te encontré en la calle) que cantaba Pepe Pinto, pertenecería, sin duda, a la primera categoría. Y formaría parte de la segunda aquella Bien pagá de Miguel de Molina que, según decía una de las versiones, a mí me fuiste entregá por un puñao de parné, y según decía otra: a mí te supiste dar por un puñao de parné. Una diferencia semántica nada despreciable que nos da la medida que separa la prostitución obligada, que convertía al narrador en un proxeneta, de la más o menos voluntaria, que le concedía a ella una cierta categoría de geisha hispánica, reforzada por ese "te supiste dar" tan elocuente y enfático.

En la Alemania nazi, después del período de riqueza cultural de la República de Weimar, época denostada entre otras cosas por las escasas uniones matrimoniales y los pocos nacimientos que hubo, se fomentó la idea de "darle hijos al Führer", y además de restringir el uso de anticonceptivos y de prohibir el aborto (excepto entre las judías), se instauró para las mujeres la política de la triple K: kinder küche, kirche (niños, cocina, iglesia). De este modo se reducían considerablemente los espacios por donde podían transitar, relegando a una gran parte de la población femenina alemana a la intimidad del hogar y conviertiéndola en una máquina de parir. Algo parecido sucedió en España cuando, de la mano de la Sección Femenina de Falange, Pilar Primo de Rivera conminaba a las mujeres a permanecer confinadas en casa, al tiempo que se  educaba a las nuevas generaciones para ocupar una posición subordinada con respecto a la superioridad masculina. 


La España de Franco, a diferencia de la Alemania de Hitler, mucho más dada a la carnalidad, sumaba a este despropósito la tradición clerical del olor a rancio y sacristía que ya venía de siglos y que suponía la destrucción de los avances sociales conseguidos durante los años de la República. Así, durante la época franquista, la mujer solo era responsable de atender las labores de la casa, al marido y a los hijos, quedando imposibilitada para decisiones importantes, aunque de ellas dependiera su bienestar y cualquier giro que quisiera dar a su vida. No podía, por ejemplo, abrir una cuenta bancaria a su nombre ni viajar sin la autorización marital o paterna. Y encima, con la amenaza de ingresar en prisión en caso de abandonar el hogar, fueran cuales fueran las circunstancias, o de ser acusada de adulterio que, recordamos, solo era delito si lo cometía una mujer.

Una auténtica espada de Damocles que pendía sobre las cabezas femeninas a modo de recordatorio, de aviso a todas las navegantes que osaran saltarse las reglas establecidas. La única obligación que tenía la mujer de puertas afuera, en caso de querer trabajar en el sector público (siempre con la aprobación del marido) o de estudiar, era el cumplimiento del Servicio Social: un deber para las mujeres españolas de entre 17 y 35 años, creado por decreto en 1937 "para conducir y enderezar a las mujeres, firmes y hermanadas, dentro del sendero que la Falange se ha diseñado tras la conquista de una España mejor" [4].

        Clases de cocina de la Sección Femenina, 1943. Colección Merletti.

La Sección Femenina creó un imaginario entre cursi y espartano, entre clerical y militar, que con ñoñeces escritas e ilustradas como las siguientes, iba minando de forma inevitable cualquier rastro de espíritu crítico mientras contribuía a fijar unos estereotipos femeninos que permanecieron en la cotidianeidad de un montón de mujeres durante generaciones:
 
"No hay que ser nunca una niña empachada de libros, que no sabe hablar de otra cosa...; no hay que ser una intelectual" [5]


"En los Campamentos hay prohibición absoluta de toda canción que tenga forma de cuplé, la decadencia más manifiesta del gusto musical, que por tener una letra, la mayoría de las veces inmoral, perjudica o podría perjudicar la formación espiritual de nuestras acampadas. Por el contrario, nuestras canciones regionales son un reflejo de nuestra raza. Oyendo cantar una jota se ve reflejado el ímpetu del alma aragonesa, pues en sus acordes recordamos las canciones guerreras, mientras que en una muñeira vemos impresa la nostalgia de la tierra gallega y la dulzura del paisaje". [6]



"- ¿Qué misión fundamental tiene ahora la Sección Femenina? - La de formar a todas sus afiliadas dentro de la moral falangista. - Qué quiere decir eso? - Darles un modo de ver que las haga capaces de servir con eficacia los   destinos de la Patria. - Pues eso de servir a la Patria, ¿no es cosa de hombres? - De hombres y de mujeres, sólo que de distinta manera. - ¿Cómo sirven los hombres? - Con las ideas, el valor, las conquistas y llevando la dirección de la Política. - ¿Y las mujeres? -  Preparándose para fundar familias donde se formen las nuevas generaciones."  [7]                                                       





De totas formas, había alguna contradicción en este discurso melifluo que por un lado ponía el acento en la pasividad femenina y por el otro incitaba a las mujeres al asociacionismo y a la práctica del deporte, aunque -todo hay que decirlo- de manera muy controlada y dentro de un orden. La propia Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio -fundador de la Falange- e hija del dictador Miguel Primo de Rivera, ejemplificaba un tipo de mujer fuerte e independiente que contrastaba con el modelo que ella misma predicaba. Pilar, por ejemplo, no se casó nunca y desde 1934 hasta 1977, año en que murió, ejerció como delegada nacional de la Sección Femenina, organismo creado por ella, además de ostentar el cargo de procuradora en Cortes desde el año 43 hasta su muerte. 



                                Mujeres de la Sección Femenina de Falange practicando deporte
  
A pesar de la misoginia existente durante buena parte de la historia de la humanidad, siempre ha habido representantes, en mayor o menor grado, del prototipo femenino de la fortaleza. Mujeres que se han hecho un hueco en la estructura patriarcal y han conseguido alguna cuota de poder. Por supuesto, no cualquiera podía acceder: normalmente tenía que darse una posición social privilegiada. Manuel Núñez Rodríguez [8] señala los casos, circunscritos a la Edad Media, de Doña Jimena, la esposa del Cid, de la italiana Matilde de Canossa y de la condesa Almodis de la Marca (precedida por su abuela política, la condesa Ermessenda de Carcassona, otro ejemplo de mujer fuerte). Como evidencia el autor del ensayo citando la hipótesis de Romeo de Maio, el caso de estas dos condesas catalanas marca un hecho diferencial:
(...) este estatuto más avanzado de la mujer catalana, frente a Castilla, es el resultado de una condición objetiva: "el derecho consuetudinario se hallaba abierto a las transformaciones sociales". A ello conviene añadir que Almodis procedía de Occitania donde, al igual que en Provenza, la mujer domina poseía capacidad para asumir decisiones propias y el amor se entendía como un sentimiento de libre elección. [9]
Muy incómodas para el poder resultaban el sector de mujeres llamadas despectivamente brujas y viragos. A las primeras se las acusaba de reunirse por la noche para practicar toda clase de orgías que incluían trato carnal con íncubos y súcubos durante el sabbat (akelarres, según la denominación vasca). Aunque es cierto que también a algunos hombres se les persiguió por practicar la brujería, la gran mayoría eran mujeres que tenían fama de ser muy activas sexualmente, de curar enfermedades con hierbas y de elaborar pociones amorosas. Acostumbraban a ser mujeres solas (solteras o viudas), normalmente mayores y de clase baja. Se les atribuía una fealdad inusitada que se correspondía con la deformación moral que también se les suponía. La iconografía tradicional de la bruja poco agraciada cabalgando encima de una escoba (símbolo de emancipación y de dominio sexual con respecto al varón) responde al miedo ancestral que las formas de vida poco convencionales y transgresoras han despertado en las mentes biempensantes y en la hegemonía masculina, que ve peligrar su poder a causa de la emergencia amenazadora del "sexo débil".  Como la mítica vagina dentata de la tradición prehispánica mexicana, presente en la tradición oral, en diferentes cuentos y en una novela de Carlos Fuentes: Cristóbal Nonato


Malleus Maleficarum o Martillo de les brujas

Por lo que respecta a las virago o mujeres con aspecto masculino (apelativo que muchas veces incluye -todavía hoy- la opción sexual del lesbianismo), se trata de una variante que también se percibe como una amenaza para la tradicional diferenciación entre sexos. Y es que todo lo que se aparta de la norma no se entiende, y lo que no se entiende asusta. Porque si hablamos de identidad social y de rol de género, a la mujer que no expresa una femineidad convencional se la rechaza por temor a una maternidad imposible y a una morfología física y unas actitudes que se apartan del concepto tradicional de lo que se ha establecido como femenino.

En cuanto a la homosexualidad femenina con relación a la masculina, hay que resaltar que, pese a que es cierto que históricamente se han perseguido las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo (excepto en la Grecia clásica, y solo entre hombres), hay una diferencia muy sutil pero también muy significativa: la visibilidad (la misma palabra homosexual ya da idea de quién continúa siendo el centro de la existencia humana: aunque el prefijo homo- tenga que ver con la homogeneidad, ya es curiosa la coincidencia etimológica, si se me permite el chiste facilón).
                        
Así pues, es verdad que históricamente se ha menospreciado, vejado y castigado duramente al homosexual masculino, lo cual significa que siempre ha sido bien visible y que ha molestado mucho (no hay más que recordar la ley de peligrosidad social de vagos y maleantes de 1933, reformada por el general Franco en 1954). Pero es que la homosexualidad femenina, como se suponía que la mujer era un ser asexuado y angélico, ni siquiera se tomaba demasiado en serio. Hay que tener en cuenta que las muestras de afecto entre mujeres se veían con absoluta naturalidad y, por tanto, no preocupaban en exceso. Toda la teoría y la retórica en torno a la femineidad contemplaba que la afectuosidad iba implícita en el código genético de las mujeres. Ahora bien, huelga decir que el lesbianismo ha existido siempre, independientemente de si era más o menos visible o imaginable. Y aunque no con la misma intensidad con que se perseguía la homosexualidad masculina, también la femenina resultaba contranatura y repulsiva, y se reprimía cuando se detectaba algún caso. Como indica acertadamente Raquel Platero Méndez en su artículo  [10], los mecanismos de control que ejercía el franquismo pasaban fundamentalmente por el sacramento de la confesión, y en aquellos casos considerados más extremos y contumaces, por la peculiar y siniestra concepción de la psiquiatría de algunos médicos de la época. 

¿Y ahora?... Parece, echando la vista atrás, que ya está todo conseguido: la mujer ha adquirido independencia económica, el matrimonio ya no es la única opción factible, las relaciones homosexuales se han legalizado. Sí, es cierto que algunas cosas han cambiado, pero la violencia doméstica continúa sumando mujeres muertas año tras año, los salarios siguen sin equipararse y aun podemos encontrar ciertos vestigios del pasado en las relaciones de pareja. Si escuchamos, por ejemplo, la letra de cualquier canción de moda que haga referencia a las relaciones amorosas, observaremos que hay tópicos que siguen funcionando. Por no hablar de las películas para y sobre adolescentes que, por más que muestren a chicas de lo más liberadas sexualmente, tarde o temprano acaban mostrando la trampa sexista más o menos disfrazada de modernidad.


Emmanuel Bossuet

Una de las cosas que más me molestan a este respecto es esa especie de feminismo impostado que ridiculiza a los hombres haciéndolos parecer monigotes a los que las mujeres miran con una expresión entre maternal y condescendiente. Son actitudes que en el fondo denotan un conformismo atroz con las ruedas de molino que el establishment quiere hacernos tragar, que la publicidad se encarga de administrar en dosis convenientes y que ciertas mujeres siguen y aplauden como una forma de feminismo retrógrado. Las mismas mujeres que después de dar por hecho que nosotras somos más listas que ellos, no dudan en perpetuar tópicos como que en el ámbito laboral una congénere siempre es peor jefe que un hombre o que, en general, ellos son más nobles de carácter porque la natural condición femenina nos convierte a todas en unas víboras (¿reminiscencias de la serpiente responsable de la expulsión de Adán y Eva del paraíso?)... Sin que falte tampoco el socorrido insulto, todavía más sangrante si lo profiere una mujer para dedicárselo a otra que no se comporta según establece la norma: el contundente y ofensivo ¡puta! de toda la vida.

Es moneda corriente en nuestros días la comparación entre la libertad que goza la mujer occidental y el proverbial sometimiento que sufre la musulmana. Y aunque es evidente que esta afirmación encierra una gran verdad, no hay que olvidar que a veces las apariencias engañan, y que en estas cuestiones hay que hilar muy fino. Para empezar, y por seguir con el tema religioso, no olvidemos que también las monjas católicas se cubren la cabeza. Además, aunque las mujeres occidentales no llevemos hijab ni burqa y tampoco nos lapiden, llevamos a cuestas la dictadura de la belleza y de la juventud eterna, lo cual no deja de ser una forma de control sobre nuestros cuerpos y mentes, amén de una muestra más del sempiterno deseo de complacer que se nos supone. Y conste que no estoy -ni muchísimo menos- en contra de la estética y del cuidado del físico, sino más bien de la imposición de un determinado modelo de mujer que nos acaba unificando a todas en una imagen falsa y estereotipada, a mayor gloria de los sectores de la moda, la cosmética, la cirugía y la poderosa industria farmacéutica. 

Si no se pone límite a estos gurus que, en buena medida, nos sojuzgan y establecen las pautas de la feminidad en nuestra sociedad occidental, serán imparables enfermedades como la anorexia y la bulimia que, hoy por hoy, afectan principalmente a las mujeres y, en especial, a las más jóvenes.

Estamos en un momento en que la apariencia lo es todo y no gusta demasiado bucear entre las profundidades que nos enfrenten a nuestras contradicciones personales y sociales. Dicho de otro modo: es necesario que todo cambie para que todo continúe igual.


Ilustración para Las mil y una noches



[Texto traducido y parcialmente modificado del original en catalán:  


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NOTAS:

[1] Astell, Mary, 1706. Recogido en: Bock, Gisela. La mujer en la historia de Europa. (Traducción: Teófilo de Lozoya). Crítica, 1993. Pág. 40.

[2] Von Treitschke, Heinrich. Politik. Vorlesungwen, vol. I, Leipzig 1897. Recogido en: Bock, Gisela. Op. cit. Pág. 150.

[3] Deraismes, Maria. Eve dans l'humanité (1868), ed. Laurence Klejman. París 1900. Pàg. 37. Recogido en: Bock, Gisela. Op. cit. Pág. 112

[4] Auxilio Social: Normas y orientaciones para delegados provinciales II Congreso nacional, Valladolid 1938, pàg. 324. Citado en: Jarné, Antonieta. La Secció Femenina a Lleida.Pagès editors, 1991. Pág. 43.

[5] Sección Femenina. El libro de las Margaritas, 1940. Citado en: Otero, Luis. La sección femenina. Edaf, 1999. Pág. 91.

[6] Revista Mundos del Frente de Juventudes. Marzo 1940. Citado en: Otero, Luis, op. cit. Pág. 213.


[7] Sección Femenina. Enciclopedia elemental, 1957. Citado en: Otero, Luis, op. cit. Pág. 34.

[8] Núñez Rodríguez, Manuel. Casa, calle, convento. Iconografía de la mujer bajomedieval. Capítol II: Iconografia de la mujer en el giro de la iglesia de los mártires. Universidade de Santiago de Compostela, 1999. Págs. 50-60. 

[9] Núñez Rodríguez, Manuel, op. cit. Pág. 54.

[10] Platero Méndez, Raquel. Hablando del ‘cuerpo del delito’: la represión franquista y la masculinidad femenina.


BIBLIOGRAFÍA:

  • Núñez Rodríguez, Manuel. Casa, calle, convento. Iconografia de la mujer bajomedieval. Universidade de Santiago de Compostela, 1997.
  • Bock, Gisela. La mujer en la historia de Europa. (Traducción de Teófilo de Lozoya). Crítica, 1993.
  • VV.AA. Historia de la misoginia. Anthropos. Universitat de les Illes Balears, 1999.
  • Bornay, Erika. Las hijas de Lilith. Ensayos Arte Cátedra, 1998.
  • Marmori, Giancarlo. Iconografía femenina y publicidad. (Versión castellana de Carlos Gómez González). Gustavo Gili S.A., 1977.
  • Mernissi, Fatema. L'harem occidental. (Traducción de Lídia Fernàndez Torrell).  Edicions 62, 2001.
  • Gomis i Mestre, Cels. La bruixa catalana. Altafulla, 1987.
  • Sopeña Monsalve, Andrés. La morena de la copla. Crítica. Grijalbo Mondadori, 1996.
  • Escolano, Agustín. El Pensil de las niñas. Edaf, 2001.
  • Moia, Martha I. El no de las niñas. Feminario antropológico. LaSal edicions de les dones, 1981.
  • Von Thadden, Wiebke. Una hija no es un hijo. Historia de las niñas desde la Antigüedad hasta nuestros días. (Traducció de Mireia Bofill Abelló). Muchnick, 2001.
  • Jarné, Antonieta. La Secció Femenina a Lleida. Pagès editors, 1991.
  • Otero, Luis. La Sección Femenina. Edaf, 1999.


BIBLIOGRAFÍA AÑADIDA A POSTERIORI:


 

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